YUKIO MISHIMA
Cuchillo metido en la carne como en una vaina.
Ensayo sobre el suicidio y la vida del escritor japonés Yukio Mishima
Rolando Karothy
Rolando Karothy
El 26 de noviembre de 1970, el escritor japonés Yukio Mishima, después de secuestrar al comandante en jefe de las fuerzas armadas japonesas y de pronunciar un discurso –que fue abucheado– reivindicando al Emperador ante oficiales del ejército, procedió al seppuku: con una espada ritual se abrió el vientre. La segunda parte de la ceremonia, la decapitación o kaishaku, fue efectuada por uno de sus compañeros. El segundo de Mishima, que era a la vez su amante, también se abrió el vientre y fue decapitado.
Veinte días antes de su muerte, Mishima mismo había realizado un “homenaje póstumo en vida” en la ciudad de Tokio: incluía un catálogo con fotografías del escritor y una exhibición de libros, manuscritos y objetos entre los que se destacaba, sobre un pedestal, una katana del siglo XVI, soberbia espada con la que pocos días después iba a ser decapitado. Las fotos giraban alrededor de su muerte violenta: Mishima ahogándose en arenas movedizas, atropellado por un camión, con un hacha clavada en el cráneo. En una foto se lo veía desnudo y arrodillado, intentando abrirse el vientre con una espada mientras que de pie, a su lado, se encontraba el fotógrafo Kishin Shinoyama con una espada en alto, dispuesto a cortarle el cuello.
También se podía observar una foto de Mishima que representaba a San Sebastián en la misma posición en que fue pintado por el italiano Guido Reni, con el torso desnudo, atravesado por flechas: imagen que, según cuenta en Confesiones de una máscara, había propiciado su primera eyaculación.
El escritor japonés había constituido un ejército privado denominado “Tate-no-Kai” (Sociedad del Escudo), extraño ejército sin armas cuyo fin era “morir sin matar” por el Emperador. Todos sus integrantes estaban dispuestos al kirijini, el suicidio colectivo, una antigua tradición. Ese ejército privado había efectuado un desfile en el Teatro Nacional de Tokio, el mismo lugar donde ensayaba su primer kabuki –llamado La luna como un arco tendido–, obra teatral en cuatro actos que, como todos los kabuki de Mishima, incluye una escena de seppuku. En esta escena debía verse, según exigía Mishima, el brillo de la sangre “que lance destellos como una estrella de belleza refulgente”.
El menú de la máscara
En la época en que nació Mishima, su familia había decaído en posición social. El padre y el abuelo maternos pertenecían a un clan de agricultores advenedizos, enriquecidos en la época Meiji (1868-1912). La abuela paterna, Natsu, fue un personaje clave para él: pertenecía a una familia noble, los Nagai. En las luchas que precedieron a la restauración imperial del período Meiji, en 1868, los Nagai –emparentados con los Shogun Tokugawa, que gobernaron Japón durante 250 años– tomaron el partido del grupo que fue derrotado. Los triunfadores, que decidieron europeizarse, privaron de los títulos de nobleza a los vencidos, entre ellos la familia de la abuela de Mishima.
La infancia de Mishima, que en realidad se llamaba Kimitake Hiraoka, fue muy triste: “La vida me sirvió un banquete completo de sinsabores, cuando yo era demasiado joven para leer el menú”. Era un niño débil y enfermizo, objeto de la burla y la marginación de sus compañeros del colegio, donde intentó desplegar lo que él llamaba una “máscara de normalidad”. Al terminar el bachillerato ya había escrito seis novelas, un libro de poesías y tres ensayos de literatura clásica.
Pero le escribió a un amigo: “El poeta Kawaji dice que no soy ni precoz ni un genio, sólo un engendro desagradable, y puede que tenga razón. Cuando me contemplo en el espejo me detesto, pensando: mira este tipo pálido y enfermizo que sólo sabe hablar de literatura. Por eso procuro tratar con personas que ignoran que escribo, y portarme con ellos como un estudiante de bachillerato cualquiera. Pero lo cierto es que me he ido convirtiendo en un ser raro y despegado de todo y de todos, a quien sólo le importa escribir”. El padre de Mishima no veía con buenos ojos la vocación literaria de su hijo. En Japón, la profesión de escritor había tenido mala reputación social durante mucho tiempo.
Cuando terminó sus estudios, en 1944, ocupó el primer lugar en su promoción. El Emperador –un dios al que no se podía mirar de frente– le entregó un reloj de plata, como premio, en la ceremonia anual. Poco después tuvo el honor de ser seleccionado para morir: como kamikaze, por suicidio con un avión contra un barco americano. Pero, en un examen físico previo, le mintió al médico: le dijo que padecía una fiebre persistente y supusieron que estaba afectado de tuberculosis, lo rechazaron y no le permitieron el acto heroico. En Confesiones de una máscara, dice: “¿Cómo es posible que yo diese una impresión tan sincera mientras mentía al médico? (...) ¿Por qué, al sentenciarme a regresar a casa ese mismo día, sentí la presión de una sonrisa que quería asomar a mis labios y que me fue tan difícil ocultar? (...) Comprendí claramente que en mi vida jamás alcanzaría niveles de gloria que pudiesen justificar haber escapado a la muerte en el ejército”.
Un biógrafo de Mishima interpreta este párrafo desde una perspectiva que, aunque resulte insuficiente, no puede objetarse: la culpa por la traición al Emperador-Dios encontrará en el seppuku el sustituto tardío, equivalente a la muerte gloriosa temida y deseada que esquivó de joven.
El pabellón de oro
Cuando Mishima tenía treinta años decidió dedicarse al fisicoculturismo. En uno de sus textos expresaría: “El lenguaje de la carne es la verdadera antítesis para las palabras. Los músculos son a la vez fuerza y forma, y este concepto de una forma que envuelve a la fuerza es la síntesis perfecta de mi idea de lo que debe ser una obra de arte; así, los músculos que iba desarrollando eran a la vez existencia y obras de arte”. Y agrega: “Además de buscar la armonía de una mens sana in corpore sano, desde la infancia siento en mí un impulso romántico hacia la muerte: pero un tipo de muerte que requiere como su vehículo un cuerpo de perfección clásica. Una figura trágica y poderosa con músculos esculturales es requisito indispensable para una muerte noble y romántica”. Poco antes de su muerte dejó escrito: “El río del cuerpo brotó como un manantial en la mitad del cauce de mi vida”. Se sentía profundamente amargado por el hecho de que sólo su espíritu tuviese la capacidad de “crear visiones tangibles de belleza”.
Desde la irrupción del deseo de transformar su cuerpo en algo tan hermoso que justificase ser observado, el impulso continuó con la necesidad de exhibir sus músculos ante todas las miradas. Pero el cuerpo está destinado a deteriorarse y Mishima declaró que no aceptaría este destino: “No me resigno a la marcha de la Naturaleza. Sé que he empujado a mi cuerpo por un sendero mortífero”. Se perfila un tema insistente en la obra de Mishima: la articulación, por la vía corporal, entre la belleza y la destrucción. Examinaremos esta relación guiados por la famosa expresión de Lacan: “La belleza es la última barrera frente al horror del goce”.
En 1959, Mishima escribió La casa de Kyoko, novela que resultó un fracaso entre el público y entre los críticos. Ese mismo año, intervino en una película de gangsters llamada Un pobre hombre (Karakase Yaro), donde hizo el papel de un pequeño rufián que era asesinado. Además, participó como reportero en los Juegos Olímpicos de Japón, apareció desnudo en una película dirigida por él mismo, actuó en un cabaret cantando una tonada con música y letra compuesta por él (titulada “El marino asesinado con rosas de papel”) en dúo con un conocido travesti (Akihiro Maruyama).
El protagonista de su obra Caballos desbocados decide hacer seppuku por el Emperador; un miembro de la familia imperial le pregunta: “Suponiendo que el Emperador rechazara su oferta, ¿qué haría usted?”. El héroe responde que también en ese caso se abriría el vientre, y explica: “Imaginemos que preparo unas bolas de arroz para ofrecerlas a Su Majestad Imperial: si Su Majestad las rechaza, deberé retirarme y abrirme de inmediato el vientre; y, si las acepta, con agradecimiento deberé abrirme el vientre, porque el atrevimiento de hacer bolas de arroz para Su Majestad con manos tan torpes como las mías es un pecado que merece mil muertes como castigo”. Así, Mishima preparó sus callejones sin salida; el suicidio se le aparecía como una muestra de sinceridad.
“La belleza es un soberbio caballo desbocado”, había formulado en Un bosque en flor, su primer libro, publicado a los dieciséis años; allí el mar representa el erotismo, la belleza y la muerte, tres temas reiterados en su estética romántica. El éxtasis de la muerte se conjuga con la belleza en El pabellón de oro, donde el protagonista, atrapado y obsesionado por la idea de la perfección, incendia y destruye el pabellón admirado.
Durante el último año de su vida, el escritor planificó su propia muerte según los preceptos del Hagakure, el código de ética samurai del siglo XVIII. Clamaba por “la muerte, la noche y la sangre”; un éxtasis gozoso acompaña la idea de la muerte.
Caligrafía cortante
Paul Mathis, en “Suicidio, escritura y locura” (revista Psyché Nº 36, julio-agosto 1990), se pregunta por lo real del cuerpo propio y conjetura que, cuando se realiza el acto de dar o darse muerte, el cuerpo, propio o del otro, han devenido representantes de una imagen investida, una imagen a destruir, y en esa confusión “en lugar de destruir la imagen se destruye el cuerpo que la suscita”.
Pero, ¿cómo es que la escritura, en Mishima, no ha sido suficientemente investida como para impedir el suicidio, dejando así que éste tome el lugar del goce? El escritor Cesare Pavese, pocos días antes de suicidarse el 18 de agosto de 1950, escribió: “No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Palabras que implican una fusión entre la muerte y la desaparición de la escritura.
Es cierto que lo escrito no es sólo el grafismo de las palabras sino, señala Mathis, “todo lo que nos fuerza a dejar una huella: huellas pintadas, huellas musicales y quizá huellas sobre el cuerpo, que es el material privilegiado, permanente de la inscripción. El cuerpo es el primero y el último lugar del escrito, a través del nacimiento y de la muerte; en el intermedio, la enfermedad, el sufrimiento y el goce”.
El descalabro se instala cuando la inscripción implica el cuerpo; cuando, dice Mathis, “la caligrafía toma al cuerpo como material en el lugar de la materia mineral”. Una particularidad del escritor es trazar rasgos, trazos, signos sucesivos, demarcaciones. Siempre es posible una marca más. Cada falta llama a la palabra que sigue. Pero, aunque es imposible borrar esa falta, “si la palabra se satisface sólo por la palabra que sigue, como una alhaja siempre faltante, vale más a veces para la operación. Tal es quizás el sentido de la caligrafía cortante del seppuku, que representa probablemente la forma más insensata, más loca, del desorden de la razón, y al mismo tiempo el gesto más interrogativo, más provocativo, aquel que puede poner mayormente en cuestionamiento el sentido de la escritura frente a la muerte”.
En otro texto (“Etica y sexuación”, en Actas de la Escuela Freudiana de París, Ed. Petrel), Mathis señala que Mishima parece lamentar la importancia que para él tienen las palabras, de modo que “reemplazó el metal de la pluma por el del sable”. Así lo expresa Mishima mismo en El sol y el acero: “En la mayoría de las personas, presumo, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso son las palabras las que vinieron en primer lugar; luego, tardíamente, aparentemente con repugnancia y ya vestida de conceptos, vino la carne. No es necesario decir que la carne ya estaba estropeada por las palabras”.
En Confesiones de una máscara revela que la cercanía de una mujer llamada Sonoko le producía un dolor intolerable que hacía “socavar” los cimientos de su existencia. Decidió amar a esa joven, aunque “sin experimentar el más mínimo deseo”; esa noche, cuando llegó a su casa, aparecieron por primera vez ideas de suicidio. La emergencia de un real relativo al cuerpo lo impulsó a la fantasía del suicidio como un modo de conjurar lo inconjurable. La descripción que sigue refleja la cercanía, muy sostenida en su obra y en su vida, entre la belleza y la muerte: “El frío glacial de su mano contra mi piel me produjo el efecto de una puñalada y, sin embargo, era agradable”.
Mishima denuncia el carácter de suplencia de todo intento de reparación de la falta de relación sexual. Pero esto lo conduce a la ilusión de reencontrarla en un punto de excepción: la articulación entre el dolor y el goce a partir de la belleza en general; también, la armonía que deriva de la fuerza y el desarrollo muscular. “A medida que mi cuerpo adquiría musculatura y fuerza, poco a poco se producía en mí una tendencia a aceptar positivamente el dolor, y aumentó el interés que yo sentía por el sufrimiento físico.”
La muerte violenta es cada vez menos evitable, cada vez más imaginada como un “goce magnífico” –en palabras que repite Mishima– que lleva inclusive a anticiparla como un espectáculo, una exhibición de su castración ofrecida al Otro al cual apela. “Se verá exhibiéndose; será mirado tal como él miraba a San Sebastián”, dice Paul Mathis.
Mathis advierte que el cuchillo representa el falo ausente y que el acto del seppuku, en su derramamiento de sangre, escenifica un acto sexual, tal como se desprendería de este fragmento: “La víctima comba su cuerpo profiriendo un grito de abandono, un grito lastimoso y un espasmo crispa los músculos alrededor de la herida. El cuchillo ha sido clavado en la carne estremecida con tanta tranquilidad como si hubiera sido introducido en una vaina. Un arroyo de sangre hierve, se derrama y comienza a correr sobre sus músculos lisos”.
Marcel Ritter (“La contraite de l’Ebenbild. A propos de Confession d’un masque de Mishima”, revista Apertura, 1991, vol. 5), Confesiones de una máscara ofrece una ilustración clínica del efecto de coerción que caracteriza la Ebenbild, término de Freud que aparece en el último párrafo de La interpretación de los sueños y puede traducirse como “imagen fija” referida al pasado y con cierto valor profético: sería la matriz y la fuente de la repetición de lo mismo que esa imagen encarna, promoviendo así lo que no cesa de ponerse en escena. A los doce años, Mishima describe la reproducción del San Sebastián de Guido Reni. Ritter afirma que la fascinación es por la desnudez blanca del cuerpo expuesto en la imagen de San Sebastián, levemente cubierto por un reducido paño que indica la relación velo-falo. Esta imagen funciona en Mishima como matriz de una serie de fantasmas sádicos, desde una fantasía masturbatoria de asesinar a un joven con un cuchillo hasta el sacrificio de un adolescente del cual está enamorado y que le es servido en un plato para ser destrozado y devorado. Ya señalamos que Mishima describió su destino a la manera de “un banquete completo de sinsabores”.
Los faisanes
Del lado paterno, los ancestros de Mishima eran campesinos de condición tan humilde que antes del siglo XIX no tenían un patronímico que los identificara. El apellido Hiraoka aparece por primera vez en la familia hacia 1820, en el registro de un templo de una pequeña ciudad del centro de Japón. El primer portador del apellido tuvo que abandonar su casa porque cayó en desgracia cuando su hijo mató con una flecha a un faisán que pertenecía al señor del lugar. Esta exclusión marca la vida de Mishima. Puede conjeturarse que la imagen de San Sebastián, guardia pretoriano condenado a muerte por el Emperador romano, atravesado por flechas, imagen que estaba allí, según Mishima mismo dijo, esperándolo, tiene íntima relación con la flecha que mató a aquel faisán.
A los dieciséis años, para la publicación de su primera obra, eligió firmar “Mishima”, que es el nombre de la ciudad desde donde se observa con más nitidez la cumbre nevada del Fujiyama. Precedió el apellido con el nombre “Yukio”, relacionado con el término japonés “Yoki”, que significa nieve. Así, la blancura que tanto lo impresionaba en la imagen de San Sebastián “se encuentra desde entonces para siempre inscripta en su nombre prestado y perennizado por el sesgo de su obra”, afirma Mathis.
Según enseña el psicoanálisis, es posible amar el nombre propio: lo intolerable es el hecho de que el inconsciente está tejido a partir de su olvido. Sara Glasman, en “El fantasma del suicidio” (revista Conjetural Nº 25), escribió: “Por eso se rechaza el inconsciente creyendo elegir el nombre pero no puede así quedarse ni con aquel con el que se consuela el neurótico: ‘yo’. Por supuesto, no puede trascender el vel (la opción: o uno u otro) sin el cual no hay sujeto salvo realizándolo en lo real como imposible”. Es por ello que el nombre puro, en su propia blancura, como versión fantasmática del padre, “es un encuentro imposible incluso cuando se logre atravesar el marco creyendo poder acceder a Aquel que dice: ‘Soy lo que yo es’”.
“Seré un gran muerto”, expresó Jacques Rigaut antes de suicidarse. La pasión de ser es lo que se deriva como pretensión en la elección de la muerte y no la supuesta extinción de la existencia.
Se trata de la “fascinación por un gesto irremediable” para declarar así la propia inmortalidad como si se siguiera el ejemplo de Empédocles, quien, según la leyenda, se arrojó al Etna para sobrevivir en el prestigio y lograr existencia en la conmemoración que la palabra produce.
El último grito de Mishima agonizante, “Tenno heikai Banzai” (“larga vida al Emperador”) muestra la última carta que el escritor poseía: el Emperador, el baluarte salvador de la “serpiente verde”, maldición que muerde al Japón moderno al que ofrenda sus restos como “restos de un naufragio arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos después” (Marguerite Yourcenar: Mishima o la visión del vacío, Ed. Seix Barral).
Paul Mathis, en “Suicidio, escritura y locura” (revista Psyché Nº 36, julio-agosto 1990), se pregunta por lo real del cuerpo propio y conjetura que, cuando se realiza el acto de dar o darse muerte, el cuerpo, propio o del otro, han devenido representantes de una imagen investida, una imagen a destruir, y en esa confusión “en lugar de destruir la imagen se destruye el cuerpo que la suscita”.
Pero, ¿cómo es que la escritura, en Mishima, no ha sido suficientemente investida como para impedir el suicidio, dejando así que éste tome el lugar del goce? El escritor Cesare Pavese, pocos días antes de suicidarse el 18 de agosto de 1950, escribió: “No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Palabras que implican una fusión entre la muerte y la desaparición de la escritura.
Es cierto que lo escrito no es sólo el grafismo de las palabras sino, señala Mathis, “todo lo que nos fuerza a dejar una huella: huellas pintadas, huellas musicales y quizá huellas sobre el cuerpo, que es el material privilegiado, permanente de la inscripción. El cuerpo es el primero y el último lugar del escrito, a través del nacimiento y de la muerte; en el intermedio, la enfermedad, el sufrimiento y el goce”.
El descalabro se instala cuando la inscripción implica el cuerpo; cuando, dice Mathis, “la caligrafía toma al cuerpo como material en el lugar de la materia mineral”. Una particularidad del escritor es trazar rasgos, trazos, signos sucesivos, demarcaciones. Siempre es posible una marca más. Cada falta llama a la palabra que sigue. Pero, aunque es imposible borrar esa falta, “si la palabra se satisface sólo por la palabra que sigue, como una alhaja siempre faltante, vale más a veces para la operación. Tal es quizás el sentido de la caligrafía cortante del seppuku, que representa probablemente la forma más insensata, más loca, del desorden de la razón, y al mismo tiempo el gesto más interrogativo, más provocativo, aquel que puede poner mayormente en cuestionamiento el sentido de la escritura frente a la muerte”.
En otro texto (“Etica y sexuación”, en Actas de la Escuela Freudiana de París, Ed. Petrel), Mathis señala que Mishima parece lamentar la importancia que para él tienen las palabras, de modo que “reemplazó el metal de la pluma por el del sable”. Así lo expresa Mishima mismo en El sol y el acero: “En la mayoría de las personas, presumo, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso son las palabras las que vinieron en primer lugar; luego, tardíamente, aparentemente con repugnancia y ya vestida de conceptos, vino la carne. No es necesario decir que la carne ya estaba estropeada por las palabras”.
En Confesiones de una máscara revela que la cercanía de una mujer llamada Sonoko le producía un dolor intolerable que hacía “socavar” los cimientos de su existencia. Decidió amar a esa joven, aunque “sin experimentar el más mínimo deseo”; esa noche, cuando llegó a su casa, aparecieron por primera vez ideas de suicidio. La emergencia de un real relativo al cuerpo lo impulsó a la fantasía del suicidio como un modo de conjurar lo inconjurable. La descripción que sigue refleja la cercanía, muy sostenida en su obra y en su vida, entre la belleza y la muerte: “El frío glacial de su mano contra mi piel me produjo el efecto de una puñalada y, sin embargo, era agradable”.
Mishima denuncia el carácter de suplencia de todo intento de reparación de la falta de relación sexual. Pero esto lo conduce a la ilusión de reencontrarla en un punto de excepción: la articulación entre el dolor y el goce a partir de la belleza en general; también, la armonía que deriva de la fuerza y el desarrollo muscular. “A medida que mi cuerpo adquiría musculatura y fuerza, poco a poco se producía en mí una tendencia a aceptar positivamente el dolor, y aumentó el interés que yo sentía por el sufrimiento físico.”
La muerte violenta es cada vez menos evitable, cada vez más imaginada como un “goce magnífico” –en palabras que repite Mishima– que lleva inclusive a anticiparla como un espectáculo, una exhibición de su castración ofrecida al Otro al cual apela. “Se verá exhibiéndose; será mirado tal como él miraba a San Sebastián”, dice Paul Mathis.
Mathis advierte que el cuchillo representa el falo ausente y que el acto del seppuku, en su derramamiento de sangre, escenifica un acto sexual, tal como se desprendería de este fragmento: “La víctima comba su cuerpo profiriendo un grito de abandono, un grito lastimoso y un espasmo crispa los músculos alrededor de la herida. El cuchillo ha sido clavado en la carne estremecida con tanta tranquilidad como si hubiera sido introducido en una vaina. Un arroyo de sangre hierve, se derrama y comienza a correr sobre sus músculos lisos”.
Marcel Ritter (“La contraite de l’Ebenbild. A propos de Confession d’un masque de Mishima”, revista Apertura, 1991, vol. 5), Confesiones de una máscara ofrece una ilustración clínica del efecto de coerción que caracteriza la Ebenbild, término de Freud que aparece en el último párrafo de La interpretación de los sueños y puede traducirse como “imagen fija” referida al pasado y con cierto valor profético: sería la matriz y la fuente de la repetición de lo mismo que esa imagen encarna, promoviendo así lo que no cesa de ponerse en escena. A los doce años, Mishima describe la reproducción del San Sebastián de Guido Reni. Ritter afirma que la fascinación es por la desnudez blanca del cuerpo expuesto en la imagen de San Sebastián, levemente cubierto por un reducido paño que indica la relación velo-falo. Esta imagen funciona en Mishima como matriz de una serie de fantasmas sádicos, desde una fantasía masturbatoria de asesinar a un joven con un cuchillo hasta el sacrificio de un adolescente del cual está enamorado y que le es servido en un plato para ser destrozado y devorado. Ya señalamos que Mishima describió su destino a la manera de “un banquete completo de sinsabores”.
Los faisanes
Del lado paterno, los ancestros de Mishima eran campesinos de condición tan humilde que antes del siglo XIX no tenían un patronímico que los identificara. El apellido Hiraoka aparece por primera vez en la familia hacia 1820, en el registro de un templo de una pequeña ciudad del centro de Japón. El primer portador del apellido tuvo que abandonar su casa porque cayó en desgracia cuando su hijo mató con una flecha a un faisán que pertenecía al señor del lugar. Esta exclusión marca la vida de Mishima. Puede conjeturarse que la imagen de San Sebastián, guardia pretoriano condenado a muerte por el Emperador romano, atravesado por flechas, imagen que estaba allí, según Mishima mismo dijo, esperándolo, tiene íntima relación con la flecha que mató a aquel faisán.
A los dieciséis años, para la publicación de su primera obra, eligió firmar “Mishima”, que es el nombre de la ciudad desde donde se observa con más nitidez la cumbre nevada del Fujiyama. Precedió el apellido con el nombre “Yukio”, relacionado con el término japonés “Yoki”, que significa nieve. Así, la blancura que tanto lo impresionaba en la imagen de San Sebastián “se encuentra desde entonces para siempre inscripta en su nombre prestado y perennizado por el sesgo de su obra”, afirma Mathis.
Según enseña el psicoanálisis, es posible amar el nombre propio: lo intolerable es el hecho de que el inconsciente está tejido a partir de su olvido. Sara Glasman, en “El fantasma del suicidio” (revista Conjetural Nº 25), escribió: “Por eso se rechaza el inconsciente creyendo elegir el nombre pero no puede así quedarse ni con aquel con el que se consuela el neurótico: ‘yo’. Por supuesto, no puede trascender el vel (la opción: o uno u otro) sin el cual no hay sujeto salvo realizándolo en lo real como imposible”. Es por ello que el nombre puro, en su propia blancura, como versión fantasmática del padre, “es un encuentro imposible incluso cuando se logre atravesar el marco creyendo poder acceder a Aquel que dice: ‘Soy lo que yo es’”.
“Seré un gran muerto”, expresó Jacques Rigaut antes de suicidarse. La pasión de ser es lo que se deriva como pretensión en la elección de la muerte y no la supuesta extinción de la existencia.
Se trata de la “fascinación por un gesto irremediable” para declarar así la propia inmortalidad como si se siguiera el ejemplo de Empédocles, quien, según la leyenda, se arrojó al Etna para sobrevivir en el prestigio y lograr existencia en la conmemoración que la palabra produce.
El último grito de Mishima agonizante, “Tenno heikai Banzai” (“larga vida al Emperador”) muestra la última carta que el escritor poseía: el Emperador, el baluarte salvador de la “serpiente verde”, maldición que muerde al Japón moderno al que ofrenda sus restos como “restos de un naufragio arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos después” (Marguerite Yourcenar: Mishima o la visión del vacío, Ed. Seix Barral).